Si preguntas a cualquier científico o científica, te dirá que una tesis doctoral es el primer gran proyecto de investigación serio de su vida. Un viaje largo, lleno de dudas, errores y aprendizajes. Para la mayoría, la tesis es un entrenamiento para luego hacer ciencia “de verdad”.
Este artículo tiene su versión en audio en el Episodio 8 del Podcast Radical Barbatilo, a partir del 3:05.
Vamos a viajar por esas biografías singulares: las de Marie Curie, Louis de Broglie, Carl Anderson y algunos otros. Jóvenes que, en su tesis, ya habían encendido una chispa que deslumbraría al mundo entero.
Antes de entrar en las historias, conviene recordar cómo funciona el Premio Nobel. Alfred Nobel, el inventor de la dinamita, estipuló en su testamento que los premios se concedieran a quienes hubiesen hecho, literalmente, “el mayor beneficio para la humanidad” en los campos de la física, la química, la fisiología o medicina, la literatura y la paz.
Puedes leer otras historias relacionadas con los Premios Nobel en el libro recopilatorio "Diez años divulgando ciencia".
Con los años, esto se ha traducido en reconocer descubrimientos o invenciones de gran impacto, casi siempre consolidados y probados a lo largo de décadas. Por eso resulta raro que un comité Nobel premie un trabajo tan temprano como una tesis doctoral: se supone que los doctorandos apenas están empezando.
Sin embargo, la historia nos ha regalado casos excepcionales, en los que esa primera investigación contenía una idea tan poderosa, tan transformadora, que los jurados no pudieron ignorarla.
Marie Curie: una tesis radiactiva que iluminó el mundo
La historia de Marie Curie suele contarse con un halo casi legendario: una joven que durante su tesis doctoral descubre dos nuevos elementos químicos y gana el Nobel. Pero conviene poner los hechos en orden para entender bien qué ocurrió.
Marie llegó a París en 1891 para estudiar física en la Sorbona. En 1894 conoció a Pierre Curie, con quien compartiría vida y laboratorio. En 1897, eligió como tema de investigación para su doctorado un fenómeno recién descubierto por su director de tesis, Henri Becquerel: la radiación espontánea que emitían ciertas sales de uranio.
El punto clave fue que Marie fue la primera en usar sistemáticamente el electrómetro de cuarzo piezoeléctrico de su marido para medir la intensidad de esa radiación. Gracias a ello pudo demostrar que la radiactividad era una propiedad atómica fundamental, independiente del estado químico del elemento.
En 1898, mientras analizaba la pechblenda, un mineral de uranio, encontró que su radiactividad era mucho mayor de lo que podía explicarse solo por el uranio presente. Eso le llevó a proponer la existencia de un nuevo elemento, al que llamó polonio, en honor a su Polonia natal. Poco después, junto a su marido, aisló otro elemento aún más radiactivo: el radio.
Toda esa investigación quedó recogida en su tesis doctoral, defendida en junio de 1903 en la Sorbona, con el título Investigaciones sobre las sustancias radiactivas. La tesis no se limitaba a presentar los descubrimientos, sino que contenía un análisis comparativo de distintos minerales, una metodología experimental precisa y una interpretación teórica que situaba la radiactividad en el corazón del átomo.
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| Portada de la tesis doctoral de Marie Curie (wikipedia) |
El mismo año de su defensa, el comité del Nobel reconoció la importancia de ese trabajo y concedió el Premio Nobel de Física de 1903 a Becquerel y al matrimonio Curie. Es decir: el Nobel no premió “la tesis de Marie” en sentido estricto, pero sí la investigación contenida en ella.
Marie se convirtió así en la primera mujer en recibir un Nobel. Y unos años más tarde, en 1911, recibiría un segundo, esta vez en Química, por haber conseguido aislar el radio en estado puro.
En resumen: la tesis doctoral de Marie Curie no fue un simple entrenamiento académico. Fue un trabajo pionero que inauguró la era de la radiactividad como campo científico. Y aunque el Nobel reconoció a tres personas, la tesis de Marie fue el acta fundacional de aquella revolución.
Louis de Broglie: una hipótesis que parecía poesía
Avanzamos un par de décadas, pero nos quedamos en Francia, años veinte. La mecánica cuántica estaba en plena gestación. Einstein había explicado el efecto fotoeléctrico con la hipótesis de los cuantos de luz, y Niels Bohr había propuesto un modelo atómico con órbitas cuantizadas. Pero faltaba un marco que uniera estas ideas.
En este contexto, Louis de Broglie, un joven aristócrata francés que había comenzado estudiando historia y letras, decidió cambiar de rumbo y dedicarse a la física. Su tesis doctoral, defendida, también en la Sorbona, en 1924, llevaba por título Investigaciones sobre la teoría de los cuantos.
En ella, De Broglie introdujo una idea revolucionaria: si la luz —tradicionalmente considerada una onda— podía comportarse como un flujo de partículas (fotones), entonces la materia —hasta entonces pensada como puramente corpuscular— debía poseer también propiedades ondulatorias.
Esta hipótesis, conocida como la dualidad onda-partícula, extendía al mundo material el mismo principio que Einstein había aplicado a la luz.
La tesis de De Broglie fue inicialmente recibida con escepticismo, pero Einstein quedó impresionado por la audacia y la coherencia de la propuesta. Pocos años después, en 1927, el experimento de Davisson y Germer en Estados Unidos confirmó de manera directa que los electrones sufrían difracción, un fenómeno únicamente ondulatorio, validando así la hipótesis de De Broglie.
En 1929, apenas cinco años después de la defensa de su tesis doctoral, de Broglie recibió el Premio Nobel de Física. La genialidad de De Broglie radicó en atreverse a invertir la pregunta, en pensar al revés. Una intuición juvenil que se convirtió en uno de los pilares conceptuales de la mecánica cuántica moderna y en el punto de partida de la mecánica ondulatoria de Schrödinger.
Carl Anderson: el estudiante que cazó un positrón
En los años 30, el estudio de los rayos cósmicos estaba en auge. Estas partículas de alta energía que llegan del espacio ofrecían una oportunidad única para explorar fenómenos que no podían reproducirse fácilmente en un laboratorio.
En el Instituto Tecnológico de California (Caltech), un joven estudiante de doctorado llamado Carl David Anderson trabajaba en una cámara de niebla diseñada para registrar las trayectorias de partículas cargadas. En 1932, mientras analizaba una de las fotografías de su dispositivo en presencia de un campo magnético, Anderson observó la traza de una partícula con la misma masa que el electrón, pero con carga positiva. Era el positrón, la primera partícula de antimateria descubierta.
Ese hallazgo fue central en su tesis doctoral, defendida en 1933, titulada El electrón positivo. En ella describía tanto la metodología experimental como la interpretación del fenómeno. El positrón había sido predicho teóricamente por Paul Dirac unos años atrás como consecuencia de su ecuación relativista del electrón, pero hasta entonces nadie lo había observado de manera experimental.
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| Fotografía realizada por Anderson en 1932 que muestra por primera vez la existencia del positrón (Ameican Physical Society). |
El descubrimiento de Anderson no solo confirmó la teoría de Dirac, sino que abrió un nuevo campo en la física de partículas. En 1936, apenas cuatro años después, recibió el Premio Nobel de Física, compartido con Victor Hess, descubridor de los rayos cósmicos.
Lo notable del caso es que el descubrimiento se produjo cuando Anderson aún era estudiante de doctorado, y quedó plasmado en su tesis. La primera detección experimental de antimateria nació, literalmente, en una tesis doctoral.
Willis Lamb: un desplazamiento que no cuadraba
Saltamos a los años cuarenta. La teoría cuántica relativista de Dirac había explicado con brillantez gran parte de la estructura del átomo de hidrógeno, sin embargo, algunos detalles del espectro seguían sin encajar del todo.
Willis Eugene Lamb, físico estadounidense, se doctoró en 1938 en la Universidad de California, en Berkeley, bajo la dirección de Robert Oppenheimer. Su tesis se centró en la interacción de las partículas elementales con los campos electromagnéticos, un terreno que estaba en plena efervescencia.
A partir de esos primeros trabajos doctorales, Lamb desarrolló un programa experimental para estudiar con microondas los niveles de energía del hidrógeno. En 1947, junto con Robert Retherford, descubrió un pequeño desplazamiento en los niveles de energía predichos por Dirac para el átomo de hidrógeno.
Ese hallazgo pasó a conocerse como el desplazamiento Lamb. Su importancia fue enorme: obligó a reformular la teoría cuántica de campos y se convirtió en una de las pruebas experimentales clave que dieron origen a la electrodinámica cuántica (QED) de Feynman, Schwinger y Tomonaga.
En 1955, Lamb recibió el Premio Nobel de Física “por sus descubrimientos relativos a la estructura fina del espectro del hidrógeno”. Aunque el Nobel premió experimentos realizados años después de su doctorado, el germen conceptual de su investigación estuvo en su tesis doctoral y su formación inicial con Oppenheimer, que marcaron su orientación científica.
Peter Debye: dipolos, moléculas y Nobel
Otro caso interesante es el de Peter Debye, físico-químico neerlandés que defendió su tesis doctoral en 1908 en la Universidad de Múnich bajo la dirección de Arnold Sommerfeld. Su investigación se centró en las propiedades eléctricas y magnéticas de los sólidos y en la interacción de las moléculas polares con campos eléctricos.
En su tesis introdujo una descripción teórica innovadora de cómo las moléculas con momento dipolar eléctrico se orientan y responden a un campo externo. Este trabajo, junto con sus desarrollos posteriores, condujo a lo que hoy se conoce como la teoría de Debye de los dipolos.
El impacto fue enorme: la manera en que entendemos la polarización dieléctrica, la absorción de radiación por moléculas polares y fenómenos relacionados en química física tiene sus raíces en esas primeras ideas doctorales.
Décadas más tarde, Debye amplió estas contribuciones al estudio de macromoléculas y dispersión de rayos X. En 1936 recibió el Premio Nobel de Química “por sus investigaciones sobre la estructura de las moléculas mediante métodos dipolares y de difracción de rayos X y electrones”.
Aquí hay un patrón distinto al de Anderson o De Broglie: en Debye, el Nobel no premió directamente la tesis, pero su investigación doctoral sentó las bases de todo un campo, que luego desarrolló durante treinta años hasta consolidarlo en un cuerpo de conocimiento reconocido internacionalmente.
Otros casos menos conocidos
No todos los Nobel por tesis son tan directos, pero hay historias curiosas:
O Otto Hahn, cuya tesis doctoral en química radiactiva marcó la senda que lo llevó al descubrimiento de la fisión nuclear y al Nobel de Química en 1944.
O Ernest Lawrence, que desarrolló el ciclotrón a partir de ideas incubadas en sus años de formación, y recibió el Nobel de Física en 1939.
O Frederick Banting, médico canadiense que descubrió la insulina siendo prácticamente un doctorando, y obtuvo el Nobel de Medicina en 1923.
¿Genios precoces o suerte en el momento justo?
Aquí surge la pregunta inevitable: ¿estos jóvenes eran genios únicos, o simplemente estaban en el lugar correcto, en el momento preciso? La respuesta está en el equilibrio. Por un lado, la juventud científica suele aportar frescura: menos miedo a proponer hipótesis arriesgadas, más energía para experimentar, más capacidad para desafiar lo establecido.
Por otro, estos casos demuestran que la ciencia es también colectiva y contextual. Marie Curie no habría podido aislar el radio sin el laboratorio de Pierre. De Broglie no habría tenido impacto sin los experimentos posteriores de difracción. Anderson no habría visto el positrón sin la tecnología de las cámaras de niebla.
El Nobel a una tesis no es solo un premio a una persona joven: es también un premio a una comunidad que hizo posible que esa idea floreciera.
Lo que nos enseñan estas historias hoy
En una época en la que la investigación parece exigir décadas de publicaciones y proyectos, estas historias nos recuerdan que una chispa puede surgir en cualquier momento. Que la ciencia necesita espacio para la intuición juvenil, para permitir a los jóvenes investigadores arriesgarse. Que una tesis doctoral no debería verse como un simple trámite, sino como una oportunidad real de innovar. Y que los Nobel, aunque raramente premian tesis, han reconocido a quienes supieron transformar esa primera idea en una revolución científica.
El laboratorio como semillero de historia
Imagina a Marie Curie, en un laboratorio húmedo y decrépito de París, manipulando toneladas de pechblenda para aislar unos pocos gramos de radio. Imagina a Louis de Broglie, en su escritorio, garabateando ecuaciones que parecían pura especulación. Imagina a Carl Anderson, mirando una fotografía borrosa de la cámara de niebla y reconociendo allí una partícula de antimateria.
Todos eran jóvenes. Todos estaban, en cierto modo, “haciendo su tesis”. Y todos acabaron escribiendo un capítulo eterno en la historia de la ciencia.




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