[...] una historia que comienza el 21 de noviembre de 1918 cuando, siguiendo las condiciones del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial, la Flota de Alta Mar alemana se entregaba en bloque a sus rivales británicos y anclaba en la costa de la isla de May, en las afueras del fiordo de Forth. En total, se rindieron setenta y cuatro naves de guerra, que poco después quedaron internadas en la base de Scapa Flow, en las islas Orcadas.
Pero en la mañana del 21 de junio de 1919, y ante la perspectiva de que los barcos se convirtiesen en propiedad del Gobierno británico o fuesen repartidos entre sus antiguos enemigos, el contraalmirante Ludwig von Reuter ordenó el hundimiento inmediato de toda la escuadra. De este modo, quince acorazados y cruceros de batalla, cinco cruceros y treinta y dos destructores fueron echados a pique. En los años de entreguerras, casi todos los navíos fueron recuperados por motivos fundamentalmente económicos, muchos de ellos por el empresario Ernest Cox, quien se retiró siendo conocido como «el hombre que compró una armada». Sin embargo, los siete pecios que se encontraban en aguas más profundas, los acorazados König, Kronprinz Wilhelm y Markgraf, junto con cuatro cruceros ligeros, nunca fueron reflotados y permanecen en Scapa Flow. En la actualidad, están protegidos bajo el Acta 1979 de áreas arqueológicas y antiguos monumentos, y son una buena fuente de ingresos para la zona debido al interés que despiertan entre los turistas aficionados al buceo.
¿Hundidos para siempre? No. Resulta que los dispositivos sensibles a la radiación, tales como los contadores Geiger y los detectores de radiación que van a bordo de las naves que enviamos fuera de nuestro planeta han de utilizar materiales no contaminados, con objeto de que las lecturas que arrojen sean en todo momento correctas. Pero sucede que TODO el acero producido en nuestro planeta después de 1945, cuando comenzaron las pruebas nucleares, está contaminado con una cierta cantidad de material radiactivo que, aunque resulta insignificante a casi todos los efectos, es suficiente para interferir en el funcionamiento de los delicados instrumentos.
Entonces, a alguien se le ocurrió que en las oscuras aguas del fondeadero de las Orcadas se conservaban miles de toneladas de acero de la mejor calidad, fabricadas en una época en la que las armas nucleares brillaban por su ausencia. Así, todos los años pequeñas cantidades del codiciado metal son extraídas de los fantasmales restos de los barcos y puestas a disposición de la comunidad científica, que gracias a eso ve cómo se reducen sus quebraderos de cabeza a la hora de poner a punto sus instrumentos de alta precisión, esos que sobrevuelan nuestro planeta, se acercan a la luna o a otros cuerpos de nuestro sistema solar. Y así, de esta forma inesperada, el acero del König o del Markgraf anda dando vueltas por el espacio mientras los acorazados a los que pertenece reposan en su tumba líquida de Scapa Flow. Una extraña manera de inmortalizar aquellos navíos cuyo acero ha pasado de surcar los mares en la batalla de Jutlandia a navegar por el firmamento, quizá durante toda la eternidad.
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