Durante el siglo XIX, el guano, que resulta de la acumulación masiva de excrementos de aves marinas, principalmente, jugó un papel fundamental en el desarrollo de la agricultura. Hasta principios del siglo XX solo se podía encontrar guano en grandes cantidades en depósitos naturales de varias islas del Océano Pacífico, fundamentalmente de Perú.
El explorador Alenxander von Humboldt, tras finalizar su expedición por América, trajo a Europa muestras de guano peruano para analizarlas. El resultado fue que era rico en nitrógeno. Algunos años más tarde, el químico von Liebig descubrió que tanto el dióxido de carbono del aire como los compuestos nitrogenados del suelo son cruciales para el crecimiento de las plantas, por lo que el guano, por su alto contenido en nitrógeno, se convirtió en un producto vital para ser utilizado como fertilizante.
Tal fue la demanda de guano a nivel mundial que muy pronto sus reservas empezaron a mermarse y no habría cantidad suficiente para alimentar a la creciente población en el siglo XX.
En vísperas de la Primera Guerra Mundial surgió una preocupación respecto al agotamiento de guano. Sin duda, Alemania era líder mundial indiscutible en las incipientes industrias químicas y farmacéuticas, por lo que no fue casualidad que un científico alemán desarrollara un método alternativo para fabricar fertilizantes.
Una fuente inagotable de nitrógeno la tenemos a nuestro alrededor: el aire que respiramos. La atmósfera de la Tierra, está compuesta por un 78% de nitrógeno. El problema estaba en que este nitrógeno es muy estable, es decir, no reacciona con casi nada, por lo que no hay manera de sacarlo del aire en condiciones normales.
En 1909, el químico alemán Fritz Haber descubrió la manera de hacerlo. Empleando temperaturas de hasta 400 ºC y una presión de casi 200 atmósferas fue capaz de desencadenar la ruptura del nitrógeno y la posterior recombinación con hidrógeno para formar amoníaco que, posteriormente, podría convertirse fácilmente en otros compuestos nitrogenados para su uso como fertilizantes.
El proceso de Haber, más tarde conocido como Haber-Bosch, tras su industrialización por parte del ingeniero de BASF Carl Bosch, supuso una revolución para la agricultura mundial. Se tratad probablemente de la innovación tecnológica más importante del siglo XX y por ello concedieron el Premio Nobel de Química a Haber ―en 1918― y a Bosch ―en 1931―. Desde entonces una simple reacción química sostiene la base alimenticia de la mitad de la población del mundo.
Al estallido de la I Guerra Mundial, el ejército alemán solicitó la ayuda de Haber y, como director del Instituto de Química-Física Kaiser Guillermo, colocó su laboratorio al servicio del gobierno. A diferencia de su amigo Albert Einstein, Haber se consideraba un patriota alemán, y de buena gana se convirtió en consultor del Ministerio de Guerra. El primero sostenía que «Somos científicos, no proveedores de muerte y destrucción», mientras que el segundo replicaba con un «En tiempos de paz el científico pertenece al mundo, pero en tiempos de guerra pertenece a su patria.» …
Las derrotas en la primera línea endurecieron la determinación de Haber para usar armas de gas, a pesar de los acuerdos del Convenio de La Haya que prohibían los agentes químicos en la batalla. Se centró en el grupo 17 de la tabla periódica, el de los halógenos. Primero se usó el bromo, pero tras varios intentos no se obtuvieron los resultados esperados. Entonces Haber dirigió sus esfuerzos al vecino de arriba, al cloro, más agresivo. Y al ser más pequeño, tiene más facilidad para atacar a las células. Las analogías que el escritor Sam Kean emplea en su libro «La cuchara menguante» en relación al bromo y al cloro, son muy ilustrativas. Dice así: «si el gas bromo es una falange de soldados de a pie que atacan las membranas mucosas, el cloro es como un tanque de una guerra relámpago que, inmune a las defensas del cuerpo, arrasa con los senos nasales y los pulmones».
En abril de 1915, Haber no dudó en ir uniformado al frente en Ypres y esperar los vientos favorables para el lanzamiento de los proyectiles. Los alemanes liberaron más de 168 toneladas de gas cloro al amanecer del 22 de abril. Una nube amarillenta alcanzó las trincheras francesas, provocando la muerte por asfixia a más de 5000 soldados en pocos minutos en lo que se considera el primer uso de armas químicas a gran escala, de ahí que Haber sea considerado como el padre de la guerra química. Desde entonces se utilizaron más de 50 000 toneladas de agentes respiratorios, lacrimógenos e irritantes por ambas partes, incluyendo cloro, fosgeno y gas mostaza con un saldo de casi 1 200 000 heridos y 85 000 muertos.
Para el bando alemán Haber se convirtió en un héroe, pero no le faltaron detractores. Entre ellos se encontraba, cómo no, Albert Einstein, un pacifista declarado. Haber recibió el Premio Nobel en 1918 por el proceso de producción de amoniaco a partir del nitrógeno atmosférico, pero cuando aún no se había disipado el polvo (o el gas) de la Primera Guerra Mundial.
A pesar del Premio Nobel, la vida de posguerra de Haber apenas tuvo honores. Abatido por la derrota alemana, se sentía responsable de la deuda de guerra de la debilitada Alemania. Años más tarde, con la llegada de Hitler al poder se inicia una purga de científicos que no eran afines al partido nazi y tuvieron en el punto de mira al Instituto Kaiser Guillermo por albergar científicos judíos. En este barrido, Haber, aun habiéndose convertido al cristianismo, a los ojos del régimen nazi era “Haber el judío” y se ve obligado a abandonar Alemania. Haber falleció en 1934, a los 65 años de edad, en Suiza, pero no antes de arrepentirse por haber dedicado su talento a fines bélicos.
Elogiado por su trabajo que aún permite la agricultura en todo el mundo, pero condenado por su trabajo sobre las armas químicas, Fritz Haber personificó los extremos de la innovación tecnológica en el siglo XX.
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