—Pues ya puedes estarme agradecido, botarate,
porque con ese examen debería haberte suspendido, y a punto he estado, por
cierto. Nunca he leído tantas insensateces juntas sobre el 2 de mayo de 1808.
El pueblo en armas, los motivos de los afrancesados, el patriotismo de Jovellanos,
la Revolución Francesa… ¿Es que yo había preguntado la Revolución Francesa?
—Pues no. Pero Galdós explica muy bien que la
política de Napoleón…
—¿Galdós? —y escuchar ese nombre le sorprendió
tanto, que por un instante hasta se olvidó de lo enfadado que estaba conmigo—.
¿Es que yo te he pedido que leas a Galdós?
—Pues no. Pero lo he leído.
—¡Pues muy mal hecho!, ¿me oyes? —y recobró en
un instante el furor que en aquel momento equivalía a su compostura—. ¡Muy mal
hecho!
—No sé por qué, yo no creo…
—¡Porque lo digo yo! ¡Galdós nada, y Napoleón
nada, y las Cortes de Cádiz nada, y la Constitución de 1812, nada de nada! Yo
no os he explicado eso, yo no había preguntado eso, yo…
Durante un instante se quedó callado,
temblando de rabia. No sabía por dónde seguir y yo no quise interrumpirle,
porque nunca le había visto tan enfadado, nunca había tenido tantas razones
para enfadarme con él, y sin embargo, en aquel momento, con su chaleco y su
levita, sudando como si tuviera fiebre bajo el despiadado sol de junio, con los
ojos hirviendo, los puños apretados y los labios temblando de indignación, me
pareció un hombrecillo patético, un pobre tonto solemne, tanto más tonto cuanto
más solemne.
—No sé de dónde ha sacado usted todos esos
disparates, pero ya puede darme las gracias por haber roto su examen, porque la
próxima vez lo guardaré en un cajón para comentarlo con el inspector. Está
usted advertido.
Aquella tarde, para que no me equivocara al
juzgar a mi maestro, doña Elena me contó la historia de la reválida de Elías y
los pantalones de Severino el Potajillo.
—En las personas valientes, el miedo es sólo
consciencia del peligro —añadió—, pero en las cobardes, es mucho más que ausencia
de valor. El miedo también excluye la dignidad, la generosidad, el sentido de
la justicia, y llega incluso a perjudicar la inteligencia, porque altera la
percepción de la realidad y alarga las sombras de todas las cosas. Las personas
cobardes tienen miedo hasta de sí mismas, y eso es lo que le pasa a don
Eusebio. Él no es una mala persona. Es un hombre culto, amable y considerado
siempre que serlo no entrañe ningún riesgo, pero al mismo tiempo es tan cobarde
que, ante la menor crisis, el miedo le domina hasta el punto de hacerle parecer
tonto a los ojos de un niño de diez años. A ti, que eres valiente, tiene que
hacerte más listo, más astuto, más consciente del peligro que, por ejemplo, correrás
si sigues poniéndole a don Eusebio en los exámenes lo que yo te cuento aquí,
donde no nos oye nadie, ¿de acuerdo?
Asentí con la cabeza y me sonrió, como si ella
tampoco se hubiera dado cuenta de lo que significaba aquel cinco injustísimo
que el maestro me había plantado en el examen de Historia.
—¿Pero la verdad? —le pregunté luego—. ¿Qué pasa
con la verdad?
—¿Con qué verdad? —y volvió a sonreír—. Sin movernos
del Dos de Mayo, por ejemplo… ¿Manolita Malasaña fue una heroína, una patriota
que luchó hasta la muerte contra los extranjeros que pretendían invadir su
país? Evidentemente sí. ¿Y los afrancesados? Todos esos liberales que estaban
convencidos de que lo mejor que podía pasarle a España era que la invasión
napoleónica acabara para siempre con una monarquía absoluta sostenida por una
dinastía de déspotas corruptos y medio imbéciles… ¿Ellos no eran patriotas? ¿No
querían lo mejor para su patria? Evidentemente también. Y Jovellanos, y
Quintana, y Goya, y todos esos liberales que empezaron siendo afrancesados y
dejaron des erlo enseguida, al comprobar que el ejército francés no venía a
traer libertad, igualdad y fraternidad, sino a imponer la ambición desmedida de
otro tirano a quien no le importaba asesinar inocentes, arrasar sus casas,
destruir un país entero con tal de ocuparlo, y que se quedaron solos en medio
de ninguna parte con sus ideales intactos, soñando con una libertad, una
igualdad y una fraternidad que no les iba a traer nadie, que sólo ellos podrían
fabricar con el ejemplo de sus propias vidas, ¿acaso no fueron los más
patriotas de todos?
No nos habíamos movido del Dos de Mayo, y sin embargo, tan lejos como estábamos de aquel remoto día de 1808, a doña Elena se le habían llenado los ojos de lágrimas.
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