Treinta y cuatro días después de haber zarpado de Tenerife, la María Pita se deslizaba en silencio por el laberinto de veleros fondeados en la ensenada de San Juan de Puerto Rico, dominada por los campanarios de la ciudad y la fortaleza del morro que destacaba sobre las verdes colinas de la isla. La intención de Balmis era ponerse a vacunar ese mismo día. Las noticias de las epidemias, que hablaban de miles de esclavos y blancos muertos por todo el continente americano, sus cuerpos apilados a la entrada de las aldeas envueltas en el humo de las piras funerarias, convertían en urgente la tarea de atajar el mal lo antes posible, sin perder un solo minuto. Pero en la playa no había nadie para recibirlos, solo les llegaba el olor del pescado en salazón del embarcadero del mercado. No había oficiales uniformados, ni multitudes, ni un estrado decorado para dar un discurso, ni una procesión organizada para un tedeum en la catedral. ¿Acaso no habían recibido la circular de Godoy a todos los virreyes, capitanes generales y gobernadores de América anunciando su llegada? […]
[…] La respuesta a sus preguntas la obtuvo por la noche, cuando fue invitado con los demás médicos de la expedición a saludar en su palacio al gobernador, brigadier general Ramón de Castro, que los recibió flanqueado por el doctor Francisco Oller, cirujano jefe del Hospital Militar. No hubo calor ni entusiasmo en aquella bienvenida. Balmis supo en seguida por qué:
—Ante el brote epidémico que el año pasado amenazaba a nuestra isla —le contó el gobernador—, solo pude conseguir materia entre cristales…
—Hilos impregnados en linfa vacunal —precisó el doctor Oller—. Me los envió mi corresponsal, el doctor Mondeher de la vecina isla de Saint Thomas.
Balmis, que había soñado con ser el primer médico en vacunar en las Américas, no podía ocultar su frustración. Además, se ofendió al enterarse de que el gobernador había encargado a Oller que ofreciese aquella vacuna al público, cuando ambos sabían que la expedición estaba en camino y que los hilos no eran fiables, que la materia vacunal perdía efectividad con el calor. El Cabildo había alquilado los altos de una casa en la plaza de Armas para efectuar sesiones de vacunación y dos millares de personas habían pasado y a por allí.
—Poco trabajo tendréis aquí, doctor Balmis… ¡Tantos están y a vacunados!
—¿Estáis seguros de que esas vacunas han prendido?
—Segurísimos.
Balmis se olía algo turbio en todo el asunto: ¿acaso los animaba la codicia y estaban vendiendo las dosis de vacuna?, ¿o se habían querido adelantar para apuntarse el tanto, para ganar rédito político?
—La vacuna la han ofrecido gratuitamente —le dijo Salvany, que había realizado por su cuenta una pequeña investigación—, pero es muy posible que se hay an adelantado para ganarse la simpatía del pueblo.
Salvany se había enterado de que el doctor Oller, graduado como él en el Real Colegio de Cirugía de Barcelona, introdujo unos años atrás la variolización en Puerto Rico, pero con tanto miedo a los riesgos que no lo intentó con sus dos hijos. En cambio, sí probó la vacunación nada más obtener los cristales de Saint Thomas.
—Dice que el primer intento no prendió, pero que el segundo sí…
—Habría que verlo —apuntó Balmis.
—Inmediatamente después —prosiguió Salvany—, el gobernador mandó vacunar a sus dos hijas y a su mujer, y el regidor, que unos años antes trató de evitar un brote provocado por la variolización, también pidió vacunarse.
—Más que atajar la epidemia de viruela, lo que querían era protegerse ellos mismos.
—Hasta el obispo, antes de embarcar hacia Caracas donde iba a ser consagrado, tomó también la misma precaución. No nos esperaron por una simple razón: porque todos ellos quisieron vacunarse antes que nadie.
No era codicia lo que los animaba, concluyeron los médicos, sino egoísmo, el deseo de ser los primeros en protegerse, ellos y los suyos, pasando por encima de las normas estipuladas desde el Protomedicato en España.
—Oller quiso hacer méritos frente al gobernador y este quería ganar blasones ante el Consejo de Indias.
Frente a un gobernador y un médico que no seguían un método profesional y que propagaban, según el alicantino, falsas vacunas que no protegían de la viruela, el convoy benéfico de los expedicionarios tenía que dejar las cosas claras.
—Tenemos que demostrar que esas vacunas no funcionan —le decía Balmis a Salvany—. Están engañando a la gente.
—No parece que Oller hay a seguido el protocolo correcto.
—¿Cómo podría, si lo desconoce?
—Y por las prisas también, por querer adelantarse.
—Por las razones que sean, Salvany. El caso es que ni han elaborado un censo fiable de los vacunados ni han querido crear juntas de vacunación… ¡Es como si se hubieran olvidado de la necesidad de mantener vivo el fluido! Como si no tuvieran intención de seguir vacunando… empezando por los recién nacidos.
Unos días más tarde, al enterarse de que un vacunado por Oller había muerto de viruela, Balmis cuestionó públicamente la efectividad de la campaña del gobernador. Fue a ver al obispo, recién llegado de Caracas, y le informó de la posibilidad de que su vacunación hubiera sido inefectiva.
—Queremos tenerle varios días en observación…
El obispo, aterrado con la eventualidad de desarrollar la enfermedad por una mala praxis vacunal, accedió de buena gana. Pronto, Balmis y Salvany confirmaron sus sospechas:
—Vuestra vacuna no ha prendido, Eminencia.
—¿Y…? —preguntó asustado.
—Nada, no tendréis ningún problema. Pero nosotros necesitamos vuestro apoyo para que un caso como el vuestro no vuelva a ocurrir. Para que todo esto se haga como tiene que hacerse. […]
[…] Cuando Balmis, el 26 de febrero de 1804, se disponía a vacunarlo con el fluido de uno de los niños, el doctor Oller apareció por sorpresa en la Casa de Vacunación.
—No es necesario hacer lo que estáis haciendo, Balmis. No conseguiréis ridiculizarme.
El director de la expedición le respondió:
—¿Ridiculizaros? Yo no he venido a eso, he venido a vacunar, y bien.
—Vacuno tan bien como usted.
—¿Cómo podéis negar la evidencia? —Balmis estaba fuera de sí—. ¡El hombre más ignorante no hubiera procedido como usted! ¡Mire a ese muchacho!
Le indicó un joven, de apellido Sánchez. Tenía la cara cubierta de viruelas. Había sido vacunado por Oller en San Juan y la casualidad quiso que en ese preciso momento el muchacho regresase de Yabucoa, su pueblo. En él, la vacuna no había prendido. Oller se puso lívido ante la evidencia de su fracaso. La situación, delante del obispo, era especialmente violenta.
—¡Ahí tiene la prueba de su ineficacia! —soltó Balmis—. ¡Si no se sigue el método ya probado por los especialistas no se consigue nada! Y usted debería saberlo.
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