[…] En España, le hubieran tomado por un vagabundo o un iluminado. Ningún médico que se preciara de serlo le hubiera prestado la más mínima atención. Balmis no le hubiera recibido si no hubiera sido por el documento que el hombre le presentó: una carta de recomendación del Tribunal de Medicina del Hospital de Michoacán.
—Oiga usted, doctor, yo tengo un remedio para la cura de la sífilis.
Balmis aguzó el oído: ese era un tema al que había dedicado muchas horas de estudio y experimentación.
—¿A base de qué, buen hombre? —Me lo enseñó una indiesita, que ha curado a veintisiete infectados… Y escuche bien, doctor: sin el uso del mercurio.
—¿Ah, sí?
Balmis arqueó las cejas. Era demasiado bonito para ser cierto.
—Vengo llagado de mis pies para poder verle, y como quiero que se me reconozca, aquí en la capital, el resultado de la curación, le ruego que venga conmigo a ver mis resultados.
—¿En qué consiste el remedio? —preguntó Balmis.
—Un hervor de maguey, tres onzas de raíz de la misma, dos de carne de víbora y una de rosa de Castilla. Mire, lo pongo a hervir hasta que se evapora la mitad, luego lo cuelo con un paño, y se lo doy a tomar al enfermo en la cama, para que lo sude todo…
—Es lo que se llama un cocimiento sudorífico… —apuntó Balmis.
—¿Mande?
—Nada, nada, siga contándome…
—Luego me hago otro remedio, revuelvo anís y polvos de begonia, ¿y sabe por dónde les entra? —Balmis negó con la cabeza. El curandero prosiguió—: Pues por el fundillo.
—¿Una lavativa, queréis decir?
—Pues, llámelo como quiera…
Balmis se desplazó a Páztcuaro y examinó a los pacientes, que efectivamente estaban libres de llagas y demás signos de la enfermedad. Habló con otros facultativos, que le confirmaron que ese método usado sin distinción de sexo, dosis ni edad surtía efecto. Balmis se entusiasmó, convencido de que estaba a las puertas de encontrar una curación definitiva para el mal escrofuloso. «¿Os imagináis que consiga un remedio inocuo, es decir, definitivo? —escribió a su padre—. Sería la culminación de todos los esfuerzos que he hecho desde la campaña de Gibraltar para atajar tan devastadora enfermedad. Sí, padre, creo de verdad que estoy a las puertas de un enorme descubrimiento que evitará mucho sufrimiento a la humanidad, y que me consagrará como médico…».
Durante tres meses se dedicó a probar el remedio. Balmis puso en marcha su espíritu científico: quería separar lo que era pura superstición de lo que era producto de una sabiduría ancestral.
—Voy a probar eliminando la carne de víbora —le dijo a Viana.
—¡Pero si la carne de víbora mata los malos espíritus que causan la enfermedad! Si usted se la quita, el remedio no va a resultar.
—Vamos a probarlo.
—Ustedes los médicos no confían… ¿A que usted no cree que yo pueda, con solo mirar y dando sobadas, sanar a un enfermo?
Balmis carraspeó y le salió su típico tic al parpadear. El conflicto entre la innovación científica y la sabiduría tradicional, entre el humanista Balmis, con su espíritu racionalista, y el sabio curandero sin formación médica que atesoraba remedios eficaces, estaba servido. Viana prosiguió:
—Le tengo que presentar a doña Pachita, que se sienta a meditar frente a su altarcito, y cuando le zumban los oídos, entra en trance y realiza operaciones quirúrgicas. Hay curanderos que con solo mirar al enfermo saben lo que les pasa.
—Yo, como médico, suelo saber si mi paciente está enfermo o no nada más entrar por la puerta de mi consulta. En eso estamos de acuerdo.
—Puede que ustedes sepan si el enfermo está de verdad malito, pero no creen que se los puede curar con la mirada, ni con las manos.
—No, eso no.
—Pues yo curo con la mirada. Lo que pasa es que ustedes siempre quieren tener la verdad y solo creen lo que ven y lo que pueden tocar… Pues yo le voy a decir una cosa, doctor: su Dios está en todas partes y, sin embargo, ¿lo ha visto alguna vez? ¿Le ha podido dar una sobada?
Balmis no supo muy bien qué contestarle. El curandero había tocado un punto delicado, allí donde la religión se une con la ciencia. Balmis creía en Dios, pero a su manera, como una necesidad para explicar el misterio de la vida.
—Creo en un solo Dios, amigo Viana, pero no en los espíritus, ni en la magia.
—Pues a usted no le va a funcionar el remedio… porque este remedio lleva dando resultados desde hace miles y miles de años… ¿Y usted lo quiere modificar? ¿Usted sabe más que miles de años de pruebas?
A su manera, Viana sacaba a relucir la arrogancia del médico, que hacía de aprendiz de brujo. El curandero había revelado a Balmis los secretos del agave para curar la sífilis, y este, que había aceptado el «regalo», lo cambiaba a su antojo. A un hombre humilde como Viana, le parecía una falta de respeto. Sentía que, al modificarlo, Balmis se estaba apropiando del invento (en eso no iba desencaminado). Al humanista Balmis le faltaba humanidad, pensaba el curandero, y le sobraba ambición.
—Solo quiero aplicar un método científico a un remedio que sabemos que funciona —le contestó Balmis.
—Si sabemos que funciona, ¿para qué mete usted la ciencia?… Pues no cambie lo que Dios pone en sus manos.
—Solo quiero simplificar el tratamiento y estudiar a fondo los efectos terapéuticos del medicamento resultante.
—¿Mande?
Balmis estaba convencido de haber dado con la clave para encontrar un remedio definitivo contra el mal gálico, y el beneficio enorme que la humanidad entera sacaría de ello no podía estar condicionado por el respeto a unas creencias que no compartía. De modo que dejó de lado al curandero y trabajó a destajo modificando las fórmulas originales, siguiendo el método de ensayo y error. Al final, compuso el sudorífico con la raíz del maguey (agave americano) y el pulque, y comprobó que era más eficaz. Para purgante usó únicamente la begonia, una planta encontrada por Martín de Sessé en Páztcuaro y a la que se denominó Begonia syphilitica por la fama de que gozaba en la región de Michoacán. Balmis desechó todo lo demás. «El resultado de mis trabajos — escribió a su padre— no puede ser más alentador. Trescientos veintitrés enfermos de ambos sexos, entre hombres ancianos, mujeres embarazadas y niños contaminados por la gestación o la lactancia, se han curado sin los efectos nocivos del mercurio. El Real Tribunal del Protomedicato, reunido en el Hospital de San Andrés de Ciudad de México, ha aprobado mi método en base a que es sencillo, barato, seguro y breve para la curación del mal venéreo. Padre, os confieso que siento una satisfacción tan profunda…».
Entusiasmado con el descubrimiento, Alonso Núñez de Haro exhortó a que todos los médicos del virreinato lo usaran. Pensaba que el mundo entero debía beneficiarse de tan novedosa medicina. […]
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