El cardenal venido de Roma empezó el sermón en latín y sus palabras, leídas con voz monótona, resonaron en el interior de Notre Dame. La mayoría de invitados poseían poco conocimiento del idioma y miraron con fingidas expresiones de interés y respeto cómo se entregaba el mensaje del Santo Padre. Los cónsules estaban sentados a un lado del púlpito en tanto que el resto de la audiencia lo hacía en filas ordenadas de cara al cardenal, ataviados con sus mejores galas.
A Napoleón ya le habían mostrado una traducción que lo convenció de que no había sorpresas desagradables en el saludo del Papa a los católicos de Francia y en su expresión de gran felicidad por la reconciliación del pueblo francés y la Iglesia. A decir verdad, a Napoleón le pareció un documento bastante aburrido, carente de la pasión de los grandes discursos de los líderes de la revolución. Aun así, si les daba a los campesinos lo que querían y contribuía a unir más al pueblo de Francia, el Concordato resultaría muy útil.
Por un momento se maravilló del poder que ejercía la religión en las mentes de los hombres cuando la ciencia y la filosofía te ofrecían la oportunidad de comprender mucho mejor el funcionamiento del mundo y de la gente que lo habitaba. Decidió que la religión no era más que la codificación de supersticiones y prejuicios diversos. No respondía a la razón, algo muy parecido a lo que ocurría con el espíritu que animaba a aquellos que persistían en su lealtad hacia la monarquía de los Borbones. A su debido tiempo, la educación obligatoria de las masas acabaría con la religión (Napoleón ya tenía trazado mentalmente el proyecto de un sistema nacional de escuelas). De momento la religión le resultaba útil para sus propósitos y la abrazaría hasta que llegara el momento en que pudiera relegarse al estercolero de la historia.
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